El siniestro Rubem Fonseca

Este compositor de relatos urticantes que fue consagrado con el Premio 'Luis de Camôes' de Portugal y también le fue otorgado el Premio 'Juan Rulfo' 2003, desnuda a ese Brasil que como una olla a presión le estalló en el rostro a la incontenible expansión industrial iniciada bajo los regímenes militares de los años 60. Mientras Jorge Amado se entregaba en brazos de 'Doña Flor y sus dos maridos', Vinicius de Moraes le recitaba a su 'Garota de Ipanema' y Pelé llevaba al éxtasis a un país con el tricampeonato conquistado en el Mundial de México 70, el licenciado en derecho y antiguo comisario de policía se esmeraba por cristalizar su lema de combate: "El escritor debe ser esencialmente un subversivo y su lenguaje no puede ser ni el mistificatorio del político y del educador, ni el represivo del gobernante".
A esa declaración de principios añadía: "Nuestro lenguaje debe ser el de no conformismo, el de no falsedad, el de no opresión". Pero apenas unos cuantos se percataban del gran fraude que se aproximaba como una bestia negra.
El deslumbrante crecimiento no era gratuito y embargaba el futuro de los 'paganinis' de siempre: "Tú me das un dólar, se le pedía a la banca multilateral, y yo te empeño dos o tres generaciones de brasileños", era, más o menos, la ecuación del desarrollo al debe.
Gracias a Fonseca los pobres abandonaron su condición de cifras para conquistar visibilidad literaria. Sus destinitos fatales se convirtieron en símbolos de la resaca del 'boom' económico. Y los bajos fondos adquirieron resonancias premonitorias en cuanto a que la venganza social se transformó en realidad inminente.
A su turno, el fundador del 'Cinema Novo', Glauber Rocha proponía su estética del hambre y terminaba por exiliarse en Cuba ante la imposibilidad de desplegar su filmografía política y de rescate de los valores vernáculos. Chico Buarque de Hollanda cantaba 'La construcción': conmovedora alegoría proletaria. Y Rubem se sentaba a escribir 'La ejecución', cuento acerca del infierno de los desheredados que no tienen más camino que eliminarse entre sí para sobrevivir. La historia se desarrolla en un cuadrilátero de lucha libre, metáfora de la sinsalida existencial. Las muchedumbres, anestesiadas por el consumo barato y a plazos de neveras, automóviles, televisores y apartamentos en la playa, se limitaban a bailar al ritmo de las melodías de la propaganda autoritaria.
En esas condiciones el pensamiento estaba de más, al tiempo que la corrupción de las clases dominantes, la frustración de millones de labriegos sin tierra y la proliferación de las 'favelas', se tapaban a punta de samba, de fútbol y de 'caipiriña'.
El escándalo no se hizo esperar y la gentecita bien, consciente de que sus lacras se ventilaban, movieron cielo y tierra para censurar 'Feliz año nuevo', cuento que titula la colección que contenía el desdichado 'Paseo'. Y lo lograron en 1976, un año después de su publicación.
Incluso se llegó a predicar la especie de que Fonseca era un desequilibrado mental. Ardid que aumentó su prestigio y multiplicó sus lectores.
Confiscada toda la edición por orden del Gobierno, el autor, para esa época reconocido revolucionario de la literatura brasileña, entabló una acción legal que ganaría doce años después. Renovador del género policíaco y considerado un clásico al lado de Raymond Chandler y Dashiell Hamet, su obra reveló la tragedia humana que se oculta tras el 'carnaval mais grande do mundo'. Pero además, Fonseca ha interpretado la soledad, la sicosis y el miedo que atormentan a los hombres y mujeres de las ciudades contemporáneas.
Relatos como 'El otro', en el que el protagonista termina por matar a un indigente que lo tiene aterrado, 'El enemigo', con reminiscencias de 'Casatomada' de Cortázar y 'El arte de caminar por las calles de Río de Janeiro', magistral estudio sobre la descomposición urbana, son un buen ejemplo de cómo la miseria, no sólo física, también moral, termina por pervertir a la humanidad. Desde sus tres primeros volúmenes de cuentos: 'Los prisioneros', 'El collar del perro' y 'Lucía McCartney', Fonseca comenzó su saga de personajes ambiguos, marginales y éticamente complejos. Estos no tienen otra misión que matar o morir. Sus funciones son indispensables para la buena marcha de la maquinaria social, porque como clama Fonseca: "Nadie quiere combatir este mundo abyecto sino sacarle el mayor provecho". Por eso es que el cáustico escritor enseña que "la única cualidad que permite sobrevivir es el cinismo". Más allá de discursos maniqueos y de desenlaces edificantes, Fonseca declara con el protagonista de 'El caso Morel': "Criminales somos todos".
Su aversión a la prensa y a lo halagos, se fundan, al parecer, en la desconfianza que le causan los escritores proclives a dictar cátedra, al boato y a las relaciones de poder. Como alguna vez le comentó el novelista estadounidense John Updike a Fonseca, "estos tipos llevan una máscara de fama que termina por devorarles el rostro original".
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