Monday, January 15, 2007

Un glorioso regreso

El último asalto de Rocky Balboa

Fuí testigo de las palizas que le dieron y también de las golpizas que propinó sin piedad. Crecí viendo su rostro roto y desfigurado. Me burlé de sus torpezas y su peculiar modo de hablar porque sabía que se burlaba de los inteligentes. Me hice hombre viendo los vendajes, las pomadas y el agua oxigenada que le aplicaban en sus heridas. Ví como su inseparable escudero Paulie (Burt Young) le servía de muleta moral y emocional. Ahora veo que envejeció dejando cosas y afectos atrás. Como nos pasa a todos si vivimos lo suficiente.
Ahora me encuentro con un viejo amigo que vino de las brumas de los recuerdos para estrecharme la mano y despedirse de una vez por todas.
Lo acabo de ver por última vez. Pero esté fue un adiós distinto. Un adiós que en el fondo es una súplica: un adiós de esos que dicen: sólo pasaba por el vecindario y me preguntaba si todavía vivías aquí.
No estoy muy seguro de que la suya haya sido una actuación. Porque me parece que Rocky es una excusa de la que una vez más se prendió Stallone para volver a vivir. Para volver a respirar aire fresco y ser feliz.
Decía el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw que en el plano más alto de la representación teatral no se actúa, se es.

Y ese inhabitual y magistral grado de interpretación es el que alcanza Sylvester Stallone frente a las cámaras en la sexta personificación de su legendario e imbatible Rocky Balboa. Sin duda el round más memorable de la serie del campeón inspirado en el fracasado boxeador Chuck Wepner (el atontado blanco arrollado por Muhammad Alí en 1975) desde aquél primer asalto en 1976, con el que obtuvo el Oscar a la mejor película.
Dieciseis años después de haber colgado los guantes de una manera deprimente y digna de olvido, Stallone, que ya ladra sentado, regresa por sus fueros y cautiva a sus fanáticos con un guión impecable, irónico, espiritual y más que esperanzador, bastante aleccionador.
Porque las perlas que esparce como semillas en el campo parecen revestidas de una combinación de sabiduría callejera, metáforas bíblicas y sentencias dictadas por las arrugas.
La esmerada y cálida escritura, compuesta por el mismo Stallone, salpicada de incontables pasajes poéticos y no menos sarcásticos: sobran frases para poner debajo del vidrio de la mesa de noche, para plastificar y portar en la billetera, para colgar en el corcho de la oficina y hasta para tallar en mármol como epitafio, arroja como resultado un muy humano relato acerca de la insatisfacción y la nostalgia que inevitablemente aturden a todo aquél que besa el cielo, y al cabo de los años se convierte en un incómodo mortal más.
En una retirada y pintoresca estrella al borde de la caricatura. En una figura de museo que brilla por su situación holgada, apacible e insípida.
Fuera de eso, Satallone no sólo se contenta con fabular y fantasear, aunque de manera muy realista y a veces escéptica, alrededor de Rocky, su más elaborado e íntimo alter ego, sino que se funde y pierde en él.
Y entonces el espectador ya no piensa en la actuación de Stallone para concentrarse en la existencia solitaria de un Rocky romántico, persuasivo y decidido.
Romántico porque intenta, con éxito diverso, seducir a un amor de antes. Persuasivo porque frente a la comisión que debe otorgarle la licencia para volver al cuadrilátero, alega que nadie puede impedir que sea feliz, aún a costa de su propia vida. Y decidido porque en esta trepidante resurrección se la juega por completo para ser el que nunca dejó de ser: un medio atolondrado pugilista que peleaba por conquistar un lugar decnte bajo el sol. Cuando a estas alturas le sobran fama, fortuna, pasado y silencio.

Por eso es que todo lo que en esta cinta rodea el turbio y fatídico mundo del boxeo cobra, en manos del intacto y lúcido Stallone, un matiz de belleza bizarra, de contra estética atrayente (que por unos instantes evoca la idolatrada ‘Toro Salvaje’), de culto al músculo gladiador, no necesariamente para aniquilar al contrario, más bien para conquistar una gloria efímera pero muy reconfortante.
Pues en el fondo, se trata de no doblegarse ante la vida, de contrarrestar el uppercut del azar y el jab que a toda hora nos lanza el siempre despiadado mundo.

Lo que pasa es que es mejor desafiar el destino sobre la lona de un encordado en vez de esperar a que el enemigo oculto te ponga una zancadilla a la vuelta de la esquina.
Por lo menos en el ring se sabe de antemano que hay que matar o morir para aguantar un día más.
Pero sobre todo, Stallone reapareció con su apesadumbrada criatura por rebeldía. Para demostrarle al mundo que siempre existe una forma elegante y suicida de salir airoso en contra de todos los pronósticos. No creo que Stallone con su nuevo ataque haya buscado la inmortalidad. Pienso que su intención fue la de restaurar a un héroe de película que tanta falta hace en una época de cobardes. Y su mayor alimento fue él mismo.
Jubilado por la crítica, Rocky ha vuelto para abandonar la escena con la cabeza en alto. Con menos reflejos y puños con principio de artrosis, es cierto. Pero más sabio que nunca. De todas maneras regresó del olvido para poner las cosas en orden: para decir que la obra de arte más grande de un hombre es su propia vida y que las palabras y las imágenes están para contar la leyenda.
Tal vez al mirarse al espejo Stallone descubrió que si su tiempo había pasado era hora de que Rocky se retirara con honor de lo que más ama, así lo hiciera mal, porque es peor vivir mal sin hacer lo que se ama.
Stallone no se equivocó. Triunfó en su pelea suprema y no lo hizo por hambre, como le gusta al técnico Eduardo Lara que jueguen al fútbol los muchachos de la Selección Colombia Sub 20. Lo hizo porque no hay para él una mejor manera de vivir distinta a la de hacer cine y servir al amo que lleva dentro, del que no es más que un esclavo: Rocky. Quien por dos horas inventa la vida que hubieran querido llevar Stallone y todos sus devotos seguidores.
Su ficción entraña una gran verdad: lo que el mundo nos ofrece no basta. Y por tanto hay que embellecerlo con una mentira.

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